jueves, 22 de mayo de 2008

Jean Cocteau, el opio y otros sufrimientos de la mente



Por Marto

Cárcel, cuna y espacios abiertos. Cuna para mecer la tristeza de las muertes cercanas, para mecer la angustia del absurdo. Jean Cocteau entró en el opio buscando el encuentro con la isla íntima, esa que se descubre en el frenar de la lógica itinerante y direccional de lo cotidiano. “Todo lo que se hace en la vida, mismo el amor, decía se hace en el tren expreso que se dirige hacia la muerte. Fumar opio es abandonar el tren en marcha; es ocuparse de otra cosa que de la vida, de la muerte. Para él la sustancia era esa roca que emerge de un mar que no puede estar en calma, una ínsula que es paz y en principio se autogestiona hasta que ya no se autogestiona. Cocteau fumaba para ocuparse de esas otras cosas que están más allá de todo o casi todo. Y por allí andaba cuando se encontró ante la necesidad de escribir para dejar de lado el mal trago de verse preso de un placer que lo inmovilizaba. Para él el opio fue también prisión, una prisión que se dedicó a desgranar en textos a lo largo de lo que más tarde sería “Opio, diario de una desintoxicación”. Cocteau experimentó esa sensación ambigua de necesitar dejarlo, necesitar no necesitarlo y al mismo tiempo necesitarlo tanto...., una conmoción que se traducía en varias de sus reflexiones: “Es difícil vivir sin el opio después de haberlo conocido, porque es difícil, después de haber conocido el opio tomar a la tierra en serio. Y a menos de ser un santo, es difícil vivir sin tomar en serio la tierra.” Y continuaba “El trabajo que me explotaba necesitaba el opio: necesitaba que dejase el opio, soy su victima una vez más.” Apenas si pudo en esos tiempos ser el funambulista de su propio deseo; la imaginación volaba con la sustancia pero a la escritura le costaba ya un poco más eso de la mano sobre el papel de arroz. Y pasaba lo que pocas veces pasa; la ambivalencia reflejada en el texto, la duda, la angustia de la duda cruzada por los chispazos del placer y la libertad del opio.

Cocteau fue el quinto hijo de un padre que se suicido sin dar explicaciones. Desde esa primera muerte supo hacerse un lugar entre los vivos, dejó a un lado el bachillerato y se dedicó a la literatura como camino de autoexploración. “La lámpara de Aladino” y “La danza de Sófocles” son textos realizados poco después de cumplir los 20 años. Fue un adelantado, como su admirado Rimbaud, un niño prodigo al que más tarde le costaría lidiar con los excesos de lucidez. Y quizás por eso encontró en el opio inspiración y calma. En ese entonces ya se vinculaba a través de sus escritos con Proust, Jacob, Picasso, Satie, Modigliani ( quien pintó uno de los retratos más bonitos del autor) etc., y entre todos iban componiendo el corpus intelectual del Paris de principios de siglo.

Al hablar de Cocteau se vuelve difícil el encasillamiento, en algunos círculos se lo reconoce como cineasta (quien no recuerda la maravillosa puesta en escena de “La Bella y la Bestia” en 1946) en otros sectores se lo recuerda como escritor o como poeta, o incluso como dramaturgo dedicado al teatro y a la opera. De hecho, por ejemplo, hacia 1916 estrenó con música de Satie y escenografía de Picasso el ballet Parade (1916-1917) de Diaghilev, que rompió con el modelo tradicional de tutu y colores rosáceos. Por esos años estableció una estrecha relación de colaboración y amistad con el escritor Raymon Radiguet; una de las más intensas y firmes de su vida. Juntos trabajaron en textos teatrales como “Los novios de la torre Eiffel” y el “Gendarme incomprendido”. Radiguet murió joven y enfermo y Cocteau comenzó allí su proceso de derrumbe. Pasó un tiempo entre las telarañas del catolicismo para caer más tarde en las del opio. Desde allí comenzaría esa aventura que luego terminaría en libro.

Entre 1928 y 1929 Clément-Eugène-Jean-Maurice Cocteau describió en detalles, sensaciones y situaciones lo que más tarde sería editado bajo el nombre de “Opio, diario de una desintoxicación”. Desde el mismo centro en el que se encontraba internado, desde el ocio y la espera a que el cuerpo tome cuerpo y se olvide de la levedad de la sustancia, iba construyendo el itinerario textual de su salida. El libro es el resultado de su cruzada personal entre el placer y el encierro, es uno de los documentos más implacablemente honestos que se han escrito hasta la fecha alrededor de la sustancia y sus usos. Para él el opio era un estado de “desvelada hibernación”; la desintoxicación; “una herida lenta” que angustiaba por que se basaba en quitarle a uno todo el placer en lugar de buscar la manera de que el opio deje de ser adictivo, al menos químicamente. Cocteau buscó el efecto sin dolor, quería acabar con toda condena moral y elogiar el derecho al goce sin obstáculos. “El opio expande el espíritu, decía, no nos hace espirituales, sino que redescubre, o le permite a uno redescubrir su propia dimensión espiritual. No crea nada. Solo quita las nubes que la razón deposita.”

Todas las batallas que guían hasta la desintoxicación están en el libro. Sin embargo nunca deja de alabar la magia que provoca la sustancia. Contaba: “El decir a un fumador en estado continuo de euforia que se está degradando equivale a decirle a un pedazo de mármol que está siendo deteriorado por Miguel Ángel, a un pedazo de tela que está siendo manchado por Rafael, a una hoja de papel que está siendo emborronada por Shakespeare o al silencio que está siendo interrumpido por Bach.”

Al final del relato, ya relativamente curado, se pregunta. “Volveré a fumar?”: Nunca pudo dejarlo. Nunca pudo permitirse no permitirse bajar de tanto en tanto del tren impertinente de la vida, dejar que la locomotora se marche para soltarse a contemplar lo trascendente. O lo intrascendente que, bueno, no es lo mismo, pero es igual.

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